A veces los grandes proyectos nacen de lo más simple. En plena pandemia, Valentina Leániz estaba terminando la secundaria cuando, junto a una amiga, comenzó a preparar desayunos artesanales. Esa experiencia fue el primer paso de un camino que la llevaría a descubrir su verdadera vocación: la pastelería.
“Yo iba a estudiar ingeniería, pero me di cuenta de que no era para mí. Me gustaba mucho más la cocina, así que decidí estudiar pastelería”, recuerda. Fueron dos años intensos de formación, trabajo en distintos lugares y aprendizaje, hasta que finalmente se animó a dar el salto: abrir su propio negocio.
Así nació Tulé Pastelería y Café, un espacio que lleva en su nombre la huella de sus dos abuelas: Tuta, que la acompaña de cerca, y Lela, que falleció pero sigue presente en cada detalle. “Inspiradas en ellas surgió la idea. Mi mamá aportó la parte del café y juntas fusionamos lo que hoy es Tulé”, cuenta Valentina.
El camino no fue fácil. Primero, debió luchar para conseguir el local que soñaba. “Pasaba siempre por la circunvalación y decía: acá va a ser. Hasta me sacaba fotos antes de tenerlo alquilado”, recuerda entre risas. Tras meses de insistencia, logró firmar el contrato y avanzar con la apertura. Sin embargo, cuando todo estaba listo, la invadieron el miedo y el estrés: “Ya tenía las mesas, los hornos, todo comprado, y no podía abrir. Era una crisis enorme. Llamé a toda mi familia para que viniera ese primer día, porque tenía miedo de que nadie entrara”. Pero el resultado superó sus expectativas: “A la tarde se llenó, vino mucha gente, incluso desconocidos. Cerré el día llorando, de emoción más que de estrés”.

Hoy Tulé se distingue por su carta dividida entre el team dulce y el team salado. En el primero brillan las tartas, cookies, croissants rellenos y los scones con mermelada casera, uno de los favoritos de la clientela. En el segundo, las tostadas con combinaciones frescas, el chipá y opciones para cualquier hora del día.
La historia de Tulé también es una historia de mujeres. Además de Valentina, su mamá y su hermana estuvieron desde el inicio. “Nada hubiera sido posible sin ellas. Mi mamá se encargó de la parte económica, mi hermana diseñó todo el espacio. Aunque ahora estudia en Mendoza, los fines de semana siempre vuelve porque le encanta estar acá”, destaca.
Liderar un equipo de trabajo, en su mayoría compuesto por varones, tampoco ha sido sencillo. “Trabajo con tres chicos y siempre nos manejamos con confianza y en equipo. Aprendí mucho de mi mamá, que fue gerente y sabe cómo liderar. No es fácil, pero se puede”, afirma.
Con apenas 22 años, Valentina se convirtió en un referente local de la gastronomía, demostrando que la pasión y la constancia pueden transformar un sueño adolescente en una empresa en crecimiento. Y deja un mensaje para quienes quieran emprender: “Da mucho miedo y hay incertidumbre, pero el orgullo de lograr algo propio es inmenso. Hay que animarse”.