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Por: Gachi Marcet

En la radio, en la tele, en las publicidades, en las redes y en cada conversación. El feminismo, con todas sus luchas y debates, está en todos lados. El “monotema”, como dicen los fastidiados, resulta agotador. Pero lo hablamos igual, no solo porque así imaginamos otro futuro. Con cada noticia o comentario que leemos o escuchamos, también vamos hacia atrás, en un flashback constante de nuestras vidas. Y hoy me remonté muchos años atrás, cuando a fines de los ´90 cursaba la secundaria en una escuela que siempre nos impulsó a pensar.

“Me hubiera gustado nacer hombre” dijo una compañera un día, en esas charlas que surgían durante la clase, cuando el profesor te mandaba a trabajar en grupo y hacer la tarea era lo último que hacías. Pero pensábamos. Y a los 15 o 16 años, mi compañera repetía esa frase, que a lo largo de los años recordé en varios momentos como hoy. ¿Por qué decía eso? ¿Había “nacido en el cuerpo equivocado”, como acostumbramos a explicar rápida y superficialmente lo que atraviesan quienes hoy denominamos trans? ¿Quería dejar de tener cuerpo, sentimientos y vida de mujer para convertirse realmente en un hombre? Y ahí entraba a argumentar.

“Me gusta ser mujer. Pero estoy segura que habría sido más feliz como hombre. Para ellos todo es más fácil, más rápido, más directo. La mujer siempre tiene que estar bien peinada, maquillada y depilada, con todo lo que eso implica. No se puede ir a la pileta o salir a la calle en verano sin antes pasarte cera caliente por todo el cuerpo. ¿Y por qué está bien si los hombres tienen panza pero es un asco si las mujeres la tienen?”. Y agregábamos preguntas: “¿Por qué los compañeros varones pueden darse el lujo de hacer miles de jodas todos los días, algunas muy pesadas, pero toda la escuela hablaría mal si nosotras hiciéramos lo mismo? ¿Por qué en ellos está bien trasgredir y tener mil amonestaciones pero las mujeres que lo hacen “ya se pasan” o “tienen algún problema familiar”? ¿Por qué ellos cuentan con lujo de detalles todas las pajas que se hacen pero pensar en sexo o masturbación ni siquiera es una opción para la mujer?”. Y hoy agrego: ¿por qué solo ellos podían ser realmente adolescentes?

Quejas de chicas sin problemas reales, podrán decir. Sí, ni siquiera estoy hablando de las desigualdades más profundas, aquellas que aparecen cuando el género se cruza con la pobreza, la violencia más explícita o las discriminaciones por etnia o discapacidad. Solo hablo de la punta del iceberg, de esa aparente superficie, que nos cala más profundo de lo que nos gusta reconocer.

“Qué exageradas, no es para tanto”, decían entonces las que habían comprado la cajita feliz del falso girl power, que se vendía con el combo de broncear lo blanco, blanquear lo oscuro, alisar lo ruludo y ocultar lo raro. “A mí me gusta cuidarme” era (y es) otra respuesta. Porque nos enseñaron que cuidarnos era aplicarnos todo lo que el mercado te vende para parecerte lo menos posible a vos misma y lo más posible a las demás. “Para ser bella hay que sufrir”, respondían otras, resignadas con la vieja fórmula que aprendimos para no morir en el intento de encajar, reconociendo que para las mujeres ese proceso siempre se dio a toda costa. Y a todo dolor. “Hacelo entonces, no te depilés o hacé lo que tengas ganas, a ver si te animás” desafiaban otrxs, como una Jimena Barón a la inversa.

Pero había (y hay) que animarse, combatiendo con una aguja de feminismo al patriarcal ejército de Esparta. Ya fue. No todas somos Juana de Arco y no da para salir sin encerar-pulir, el procedimiento que aprendió Karate Kid para defenderse de los golpes y que nosotras debimos aprender para lo mismo. Excepto que para las mujeres, la defensa nunca fue responder con un golpe hacia afuera, sino siempre con golpes hacia adentro.

“¿Cómo vas a decir que no querés ser mujer, si solo la mujer puede embarazarse?” decía el núcleo duro de un granatismo precoz, para el que ser mujer siempre es sinónimo de ser madre. Y con ese plus anatómico inapelable, querían convencer a la oveja descarriada de volver al rebaño. Siempre esperar, siempre ser débil, siempre ser linda y siempre aguantarte. Y todo a cambio de una futura maternidad liberadora, que algún día llegaría a darle sentido a lo injusto, a compensar el “hay que sufrir”. Ese era el negocio y había que cerrar el trato. Aunque en ese momento no pudieras invitar a salir a nadie porque no, vos eras mujer. Aunque tus compañeros contaran que solo salían con “chicas bien” pero debutaban y se perfeccionaban con prostitutas, porque bueno…ellos eran hombres. Y aunque todos identificaran a las “putas” de cada escuela, las que chapaban con varios y las que, oh my god, ya no eran vírgenes.

La adolescencia pasó y gracias a dios ya no estamos en los 90. Lxs adolescentes de hoy son otros, más libres, más desafiantes y más iguales. Gracias al feminismo, en realidad. Y seguro un poco también gracias a la globalización, a internet, al posmodernismo, a la posverdad o a no sé qué. Pero esa fantasía trans-género de roles sigue apareciendo hasta el día de hoy en mujeres de diferentes edades y con distintas vidas. “Si fuera hombre, me iría caminando de noche. Si fuera hombre me animaría a viajar sola. Si fuera hombre, no quedaría mal al tomar la iniciativa. Si fuera hombre, mi jefe o compañerxs me respetarían más. Si fuera hombre no me daría culpa trabajar tantas horas y dejar a lxs niñxs con otras personas. Si fuera hombre, tendría más tiempo para mí. Si fuera hombre, no dirían que estoy loca, dirían qué capo, qué personalidad”.
Ni el clásico hechizo de película de cambio de roles bastaría para reparar tantos “si fuera”. Porque estoy segura que ellos también alguna vez desearon no tener que ocupar siempre el rol del más fuerte, el que sabe todas las repuestas, que nunca tiene miedo, siempre toma la iniciativa y no puede mostrar debilidad.

Pero la carga más pesada sin dudas fue asignada a las que paradójicamente fuimos llamadas sexo débil. ¿Por qué tuvimos que crecer fantaseando con otra vida, como si realmente hubiéramos “nacido en un cuerpo equivocado”? ¿Por qué nos hicieron pensar que había que volver a nacer para tener las libertades que solo tiene la otra mitad? ¿Por qué sintiéndonos mujeres tantas veces pensamos cómo hubiera sido nuestra vida si hubiéramos gozado del desparpajo del que solo podían disfrutar los hombres?

Es pura y llana envidia del pene, dirán los freudianos ortodoxos. Pero no. Aunque haya que explicarlo a esta altura, las mujeres nacemos completas. Qué conveniente era decir, hace un siglo, que la castración que angustiaba a la mujer era física y no cultural. Qué inconveniente resulta hoy destapar la olla y revolver toda esa angustia acumulada. Es inconveniente, doloroso y agotador. Pero creo que Rita Segato, y todos los que se colgaron de su frase, deberían estar tranquilos. Las mujeres que hoy quieren cambiar las cosas no buscan “ser el hombre del mañana”. Al menos yo solo quiero que nadie más pase su vida creyendo que la única forma de ser libre es haber nacido en otro cuerpo.