La caída del médico Ricardo Russo obedece a un patrón común de redes y rituales. La investigación fue iniciada por Homeland Security Investigations e incluyó allanamientos a 40 domicilios.
Los consumidores de pornografía infantil en la Argentina suelen ser sumamente específicos. Un hombre detenido dos años atrás en Capital Federal, un exitoso profesional de poco menos de 50 años, acumulaba, por ejemplo, solo imágenes eróticas de varones obesos de 8, 9, 10 años de edad. Se limitan por lo general a un género, un tipo de cuerpo, un rango de edad. Pero lo que la Sección Ciberdelitos de la Policía de la Ciudad y la fiscal porteña Daniela Dupuy encontraron en las dos computadoras y pendrives de Ricardo Guillermo Russo, el ex jefe de inmunología y reumatología del hospital Garrahan, fue algo un poco más omnívoro.
“De todo”, dice un investigador: “Varones y mujeres por igual”. Había actos sexuales explícitos, desnudez, bebés de seis meses, chicos de catorce años, actos de abuso. El secretario de Seguridad Marcelo D’Alessandro agregó algo peor: “Se veían camillas”. No lo imputan solo por el delito de posesión y distribución. “Sacaba fotos”, asegura otro investigador clave.
Lo que horroriza aquí es el título. Uno puede imaginar a un consumidor de pornografía infantil, a un pedófilo, como una especie de ogro sucio en un departamento manchado, persianas bajas, con la luz de un monitor y el LED de un módem, pero los más hábiles, los que consiguen lo que quieren, se ocultan a simple vista. “Tipo conocido”, decían fuentes del caso sobre el doctor antes de que su nombre se hiciera público. Era conocido, ciertamente.
Russo, un médico de alto rango del principal centro médico pediátrico del país, un lugar cuyo nombre es sinónimo de empatía y cuidado al niño en la cabeza de cualquiera, se había recibido en la Universidad de La Plata en 1985 según su currículum online, estableció el servicio de reumatología en el hospital, practicó la medicina en el exterior, su nombre estuvo asociado a prestigiosas fundaciones en el país. En Youtube se mostraba como un tipo alegre, cantando canciones de los Beatles mientras tocaba el bajo, en viajes por Europa.
A comienzos de esta tarde, poco después de que trascendiera su detención, el Garrahan emitió un comunicado donde sin nombrarlo decidía apartarlo. El nombre del médico fue quitado del sitio del hospital, reemplazado con un lugar en blanco, un golpe del cincel de la infamia.
Lo cierto es que la caída de Russo no fue nada especial: obedeció a un patrón de redes sociales y rituales común en el encarcelamiento de consumidores de material sexualcon niños y niñas como víctimas a lo largo de la Argentina, un dominó que comienza en organismos internacionales y que se vincula IP por IP, computadora por computadora, que revela pequeñas redes de pedófilos unidos por gustos, o por casualidad.
Desde Estados Unidos, Homeland Security Investigation (HSI) dio una primera alerta al gobierno de Brasil: una serie de usuarios orbitaban alrededor de un solo IP, un solo proveedor. El rastro llevó hasta Russo, que cayó por una de las bocas de expendio más trilladas del porno infantil en la Argentina, la vieja red eMule, un sistema P2P para compartir archivos y video similar a Napster, muy popular hace 15 años, que cayó en desuso pero nunca fue clausurada.
La Policía Federal la monitoreaba con frecuencia hace tres años con la vieja división Pornografía Infantil rebautizada como Delitos Cibernéticos contra la Niñez y Adolescencia. No era muy difícil encontrar material sexual allí, tipear comandos de tres caracteres abría un menú de abuso explícito. Tampoco hay que ser una cerebro para operarla. Su interfaz es realmente simple.
En paralelo, el convenio de la Justicia porteña firmado NCMEC en 2013 se convertía en el primer problema grave para los pedófilos argentinos, empujados cada vez más hacia la luz. La sigla le pertenece al National Center of Missing and Exploited Children, un sistema online establecido por el Congreso estadounidense, que recibe reportes de gigantes online como Facebook, Twitter o Gmail.
A través de sus sistemas, NCMEC puede señalizar y detectar un archivo a través de valores en el hash del mismo, una secuencia de caracteres en su código, creando así una base de datos. El archivo puede cambiar de nombre, pero el hash, una suerte de ADN informático, se mantiene. Así, se puede detectar a quién transmite. También aplica un programa propio llamado Photo DNA, que detecta saturación de color, entre otros factores. NCMEC no solo detecta transmisiones entre pedófilos: también puede identificar un envío de un menor a un adulto.
Tres años después de la firma del convenio, los casos reportados por el NCMEC en el país fueron más de 19 mil según datos del Cuerpo de Investigaciones Judiciales porteño. El 45% se concentraba en la provincia de Buenos Aires, un 30% en Capital Federal.
Lo cierto es que Russo era un hombre parado en una vieja frontera. Eventualmente, los consumidores de pornografía infantil dejaron de lado sus computadoras para entrar en un entorno mucho más inmediato y sencillo que estaba justo en sus manos: WhatsApp.
La fiscal Dupuy, que investiga a Russo y una de las mayores expertas en la materia en el país, se encontraba a la red telefónica en cada vez más casos: una mujer de Belgrano había llegado asombrada a su fiscalía, su número había sido incluido en un grupo de más de 70 usuarios de Argentina y otros países. No era algo fácil de controlar. NCMEC no tenía hasta 2018 jurisdicción alguna sobre WhatsApp.
Para el resto del mundo, quebrar los grupos pedófilos de WhatsApp ya es un hecho. En abril de 2017, la “Operación Tantalio”, encabezada por Interpol, analizó 96 grupos pedófilos y arrestó a 39 personas, 17 de ellas en España, con investigaciones en 18 países, 136 usuarios identificados y un volumen de contenido de cerca de 360 mil archivos. Hubo arrestos en Chile, Paraguay y Bolivia. En febrero último, un joven indio de 20 años, residente del territorio de Uttar Pradesh, fue identificado como el administrador del grupo llamado “KidsXXX”, con 119 miembros en India, México y China.
El caso del médico del Garrahan resuena fuertemente con otro similar, el de un empleado de una escuela pública porteña que cayó en Villa Lugano delatado por Interpol Alemania, un caso también de la fiscal Dupuy. No fue imputado como productor, simplemente como distribuidor, como transmisor en la red eDonkey, idéntica a la eMule por la que cayó el médico Russo.
El contenido sexual de menores se basa en destellos, videos cortos, pocos segundos. El hombre de la escuela había compartido una filmación de 32 minutos, una rareza total. Las escenas, por otra parte, suelen ser netamente hogareñas, abusos en casa. Pero esta filmación, actual, presuntamente hecha en Europa del Este, tenía un set, crudo, rudimentario, pero un set al final. Había máscaras para los protagonistas, un hombre y dos mujeres de mediana edad, y una nena de cinco años, pelo corto, tez trigueña, atontada, como si no estuviera allí.
Esto es compartir un video. Producir, como se le imputa a Russo, es otra cosa. Los casos en Argentina son pocos pero brutales.
En septiembre del año pasado, M.W, un hombre de 28 años oriundo de Brasil que estudiaba medicina y ofrecía sus servicios como traductor, fue detenido en un rancho de Villa La Rana en San Martín por abusar de los hijos de su pareja, una mujer pobre y filmar los ataques con sus aparatos. Les compraba figuritas para callarlos, stickers de Dragon Ball Z.
Pero el caso más aberrante de todos es el de Miguel Abdon Janco, jujeño. Lo condenaron a 32 años de prisión en 2016. Violaba a su ahijado, lo filmaba con su teléfono y subía el contenido a un foro en la Deep Web. Se había hecho amigo de otro pedófilo, un ucraniano del foro, que le había mandado una foto especial, una imagen de un niño con un cartel que decía: “For my friend, Miguel”.