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Por María Eugenia Vega

 

Lorena Pizarro de Solar (43) vive en el último rincón de la provincia, al Norte de San Juan. No es una vida normal la que lleva, pero sí es la que más ama. Vive rodeada de bellos valles que convierten el lugar en un paraíso oculto. En una especie de embudo que, pareciera prisionero de montañas, pero que en realidad está resguardado y conservado por la naturaleza. Ese pueblito se llama Chinguillo y es el último habitado en la provincia.

 

Ella es la jefa de familia, tiene dos hijos pequeños y un marido con quien se complementa en todo. La vida que eligieron no es sencilla, pero a la vez es muy “envidiada” por los habitantes de las ciudades ruidosas y caóticas. Ella vive rodeada de silencio absoluto. Sólo escucha el sonido de las hojas cuando caen, los caballos cuando relinchan, los gallos y gallinas cuando cacarean, las ovejas y demás animales que los acompañan.

 

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A Lorena no le falta nada. Ella produce su propio pan, sus semitas, tiene múltiples hornos de barro para realizar la comida que quieran ya sea, las frutas y verduras que plantan y cosechan o las variedades de legumbres que cultivan. Ella sabe todo porque se lo enseñó su suegro, el legendario Juan Solar: el único habitante que se animó durante años a habitar el Chinguillo con su familia y que creó un pueblo donde no falta el pan y el trabajo.

 

Es que ella, cuando se enamoró de Iván, asume que “no sabía nada del campo” y por ello, creyó que sería difícil ser capataz, obrera, chacarera y demás. Sin embargo, sus miedos fueron superados por su fuerza de voluntad y ahora está al mando de todo, junto a su marido.

 

“Vivir acá es un placer. Este lugar es maravilloso, como Don Juan siempre decía: Esto es un paraíso. Al principio costó, pero me acostumbré y hacen nueve años que vivo acá”, charló con 911 Mujer.

 

Su historia está atravesada por la valentía. Ella nació en Rodeo, tuvo un hijo y lo crió soltera con mucho esfuerzo y dedicación. Luego conoció a Iván tuvo la difícil decisión de acompañarlo con todo lo que implicaba ser parte de un emprendimiento familiar, alejado del mundo. Así fue como se casó con uno de los Soler y se fue a vivir al Chinguillo, hace 9 años atrás.

 

“Mi hijo tenía 12 años cuando me puse de novia con Iván. Luego llegaron Jesús y Reinaldo. Es difícil ser mamá cuando uno quiere lo mejor para mis hijos. Doy gracias a Dios porque no he tenido que salir corriendo en la noche porque alguno de ellos se haya enfermado…sobre todo por la distancia. Ellos son niños sanos”, remarcó.
Lorena y su esposo, actualmente, están pidiendo a las autoridades que le permitan que sus hijos tengan acceso a la educación, mediante el restablecimiento de la escuelita del Chinguillo, la cual está próxima a reabrir sus puertas. “Estamos ilusionados y contentos y esperamos que se pueda dar pronto”, contó.

 

Para Iván, Lorena es su apoyo incondicional. La tarea de cada día es repartirse las actividades de la finca, el arado, la siembra y lograr productividad para la venta. “Me emociona ver los frutos de lo que planté. Yo no sabía hacer nada, pero ahora lo sé hacer todo. He perdido los miedos. Si tengo que ir al corral a encerrar a las ovejas en la noche, voy. Si tengo ir hasta Rodeo en la camioneta sola, lo hago. Antes no me animaba”, destacó.
Lo que ocurre es que no es fácil llegar al Chinguillo. Son caminos duros, con curvas, hondonadas y de difícil acceso para cualquier vehículo. Sólo una camioneta equipada y pensada para la aventura puede atravesar la bravura del Río. Y cuando crece el río, entre septiembre y marzo, las posibilidades de cruzar a la civilización disminuyen casi a cero.

Entonces, la familia de Lorena e Iván se quedan incomunicados. Ahí, la peor parte de la historia. “Le tocó a Iván perderse el día que su hijo más chico aprendió a caminar, porque se quedó del otro lado del Río y no tuvo posibilidad de pasar. También me pasó de quedarme del otro lado y no ver a mis hijos y a mi marido por un tiempo”, confió.

 

El sacrificio a veces es grande, pero la recompensa de vivir una vida, libres, sin necesidades porque todo lo producen es su mayor empuje. Es la vida que eligió Lorena, a más de 300 kilómetros de la ciudad de San Juan, sin teléfono, sin internet y sólo con la compañía de la naturaleza, los visitantes que alquilar las habitaciones que construyeron para albergar turistas y ellos mismos.